Relato Número 6: 'Bajó las escaleras'
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'Bajó las escaleras, avisó de que ya iba a casa. Entró al servicio, se lavó
las manos, salió y procedió a pagar el Parking. Eran las 22:58 cuando introdujo
aquel billete de cinco euros, que su chica le había dado antes de marcharse por
otro lado, en la máquina. Parecía que había pasado un siglo desde entonces,
pero tan solo habían acontecido simples minutos. Con una predisposición
pasmosa, pasó por al lado de los coches. Vio un precioso Mercedes clásico, al
estilo de los que llevaban los burgueses, y, al lado, un Porsche 911 de última
colección. Detrás estaba su coche.
Se montó en él, salió marcha atrás, y, desde entonces, todo fueron malas
noticias. Dicen que aquel que nunca juega con fuego, jamás se quema, pero
nunca pululan por la idea de que si estás en un incendio y no te queda más remedio, tienes que
jugar obligatoriamente con ese fuego.
Costaba creer que no encontrase la salida de aquel garaje tan prestigioso
en el que recordaba haber estado hacía tiempo para tomar unas fotos. Sin
embargo, con un golpe de suerte y con la llegada de unas indicaciones, dio en
el clavo. Entonces, se dirigió a la calle. Dio vueltas en vano. No sabía llegar
a casa. El cielo, entrecortado, roto, bañado por la luna llena del inicio de
noviembre, estaba comenzando a dejar sus clamores en forma de agua.
No sabía ni siquiera si estaba siguiendo un camino correcto. Giró donde no
debía, y, tras una serie de maniobras, consiguió llegar a la calle principal de
su ciudad. Iba al mando de un vehículo negro, camuflado entre la noche,
perfecto para lo que sucedería minutos más tarde.
Se paró en un semáforo. Tenía el limpiaparabrisas activo, y, de repente,
una fuerte cascada de agua comenzó a caer desde las nubes. Zeus se había
despertado, era una Furia de Dioses, una auténtica historia de terror unida a
la desesperación de un adolescente al volante. La vida lo estaba poniendo a
prueba, y qué mejor forma de hacerlo que dejarle sin visión alguna.
Sin saber qué sentido era el suyo, jugando con las especulaciones, creyendo
que su sano juicio era el adecuado, puso rumbo a su domicilio. Apenas podía
escuchar aquel programa de radio que tanto adoraba. Le ponía nervioso conducir
con tensión y oír los comentarios sobre política, pero era la única forma de
mantenerse alejado de aquel horror.
La desesperación habría causado un desenlace fatídico. La calma del chico
lo mantuvo a raya durante todo el tiempo que estuvo en carretera. Nunca perdió
la compostura, aunque sintió cómo su cuerpo le iba enseñando distintas
lecciones. Recordaba sus días como alumno de instituto, sus primeras semanas
como universitario, sus más y sus menos con los temas que le incumbían a su
carrera. Estaba reflexionando a la vez que sufría, estaba teniendo un monólogo
interior, casi como si otro estuviese conduciendo por él.
Fue entonces cuando el temporal amainó. En el punto de inflexión más grande
de su razonamiento, la tormenta cesó de golpe. Curiosamente, los rayos no lo
hicieron, y siguieron iluminando el espeso cielo que cubría aquella noche la
ciudad donde habitaba. Así, prosiguió con su escucha de la radio, ahora
centrada en sucesos y en un pequeño repaso de la actualidad general
internacional.
Todo volvió a la normalidad, al menos, fue lo que el joven creyó hasta que
uno de los semáforos se quedó sin iluminación. Un vehículo se aproximaba en
perpendicular, y este frenó a modo de salvación. De nuevo, el riesgo estaba
presente.
En un camino monstruoso, no quedaban referencias de visión para él. Ningún
vehículo le seguía, y, solo, acompañado de esa alma de reflexión, emprendió el
sendero del borde del deceso. Con luces largas vio el final de una curva que
recordaba a esas historias de la chica que esperaba a su conductor en dicha
posición. Temía ver otra cosa, aunque sabía que todo ello eran cuentos.
Nuevamente, se volvió a sumergir en lo suyo. Pensó en qué estaría
imaginándose su chica, a la que hacía más de media hora que no le daba señales
de vida. Se le vino a la cabeza su madre, que esperaba en casa, con miedo por
las lluvias que habían estado arrasando esta zona de su ciudad. Miraba el campo,
los caminos, y se preguntaba si algún día andaría por allí, algún día en el que
no hubiera tal catástrofe.
Pero claro, tanta reflexión destruye al humano, y, como Zeus es sabio, la
luz volvió. Al final del camino, el túnel que permitía la entrada a su pueblo,
se iluminó como era de costumbre.
Aparcó su coche. Se bajó. Eran las 23:39. Lo peor de todo es que todo era
cierto. Había visto el riesgo y había pensado sobre sus consecuencias.
Para gustos, colores. Era su historia, y se la contaría a todo aquel que le
preguntase por cuál era el peor momento de su vida solitaria’.
Trevor recordó con cariño aquellos días. Hacía ya más de 50 años. Todavía
seguía contándolo entre sus amigos.
Creo que también me lo contó a mí.
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