Relatos de nuestra vida: ''El día que el Veleta nos enseñó la montaña''

Cristóbal, Ernesto y yo en la cima del Veleta. - Fuente: Archivo personal. 


Existen dos momentos durante el año en el que el sol se hace mi amigo y no me molesta pese a reposar sobre mi cabeza. El primero es cuando el invierno acecha y el frío del mes de enero me hace temblar durante la mañana mientras conduzco hacia la universidad. El segundo es cuando voy a Sierra Nevada. No sé explicar exactamente qué es lo que posee aquella cordillera, pero sí que tiene algo mágico, distinto digamos. Sobrehumano. El punto más elevado de nuestra Península Ibérica, debía esconder algo en sus entrañas, debía ser tal y como es: especial, reservado, recóndito en algunos momentos, y, por qué, no zona de entrenamiento. 

Suena en cierto sentido a una alegoría de ‘hacer el cabra’, y de hecho lo es, pero el caso es que afrontamos el Veleta tres ilusos con la cordura perdida pensando que sería un ‘‘buen entrenamiento’’. En su origen, lo era. La Subida al Veleta, una carrera apasionante que llevaba una serie de años en el calendario de las intocables, se convirtió en el objetivo. Al menos para Cristóbal y Ernesto, mis dos compañeros durante aquella travesía hacia la cima. En mi caso, como correr casi cincuenta kilómetros con más de 2000 metros de desnivel no se encontraba de momento en mis planes de futuro, rechacé. Bueno, no del todo. No pudiendo obviar la ilusión de mis compañeros, acepté correr la carrera pequeña, la de los que no tenemos el valor para morir en el intento y preferimos celebrar tras hora y media de carrera a desfallecer después de seis. 

            Así, y con el plan de hacer diez kilómetros de subida, partimos desde Alhaurín de la Torre (siempre tengo la suerte de que me recojan en estas excursiones) a eso de las 8:42 de la mañana de un lunes soleado en el que el termómetro explotaba ya a los 28 grados. Bendita ola de calor. Llegamos en poco menos de dos horas al lugar de alquiler de trineos de la estación andaluza, y dejamos allá el coche. Quedaban casi 12 kilómetros para alcanzar la cima del Veleta. Los problemas comenzaron a surgir. 

            Sin calentar (yo sí), salimos como buenos trotamundos, intentando escribir un nuevo capítulo de las crónicas de Marco Polo en el libro de los corredores de montaña sin saber qué era la montaña. Y es que, correr a 600 metros de altitud en Jarapalos no equivale a hacerlo a más de 2500, con riesgo de mal de altura, y con cuestas excesivamente empinadas (dicho suavemente). Se duró lo que buenamente se pudo, y, pese a contar con una preparación exhaustiva por los Montes de Málaga, tuvimos que caminar. En mi caso, pude aguantar sin problemas, y acostumbré mi capacidad pulmonar a la situación. Por desgracia, el viento nos azotaba en todo momento, y las fuertes rachas hacían imposible continuar zigzagueando por la ladera del telesilla, así pues, la cosa se tornó demasiado oscura. 

Llegando a la cima del Veleta. - Fuente: Archivo personal. 

            Al llegar al quinto kilómetro, desistimos. Caminamos durante casi seis, hasta alcanzar la meta, o la que creíamos que era la meta, de la carrera de Sierra Nevada. Dado que quedaba poco menos de un kilómetro para alcanzar la cima, continuamos. Había que ser valiente. Después de haber pecado de inocencia, al menos debíamos hacernos la fotografía que nos encumbrara. Nunca mejor dicho. 

            Disfrutamos de unos minutos con un club de trail de Albacete, que no contentos con haber corrido una carrera vertical de subida el día anterior, habían decidido continuar subiendo. Perdimos, en cierto modo, el complejo de cabras al verles pulular por la sierra y sacarnos casi cien metros en cuestión de segundos. Sea como fuere, al final, lo pasamos en grande. Comenzamos a descender, luchando contra el viento y con nuestras rodillas ya magulladas de la de tutes a las que las acostumbramos cada día. 

            Nos cruzamos con todo tipo de viandantes, incluso cuadrúpedos (llamados comúnmente perros). Incluso hubo ocasión de que confundieran a uno de los tres con Jesús Calleja. Tremenda curiosidad, nos habían tomado por un fuera de serie en esto de perder la cabeza para subir a trozos de tierra altos, y eso que nosotros en ningún momento parecíamos nada así. Excepto por la cinta en la cabeza que llevaba, la mochila de corredor y la indumentaria que portábamos, no podíamos parecernos a él. De hecho, un día como aquel, él no hubiera pecado como nosotros lo hicimos. 

            Pero, al fin y al cabo, qué es el pecado sino una forma de entender la realidad que nos rodea. Si venimos a este planeta para hacer cosas planeadas, para seguir la maldita rutina de nuestro día a día, ¿qué nos queda? Siempre tiene que haber un grupo de insensatos que se monten en un vehículo, conduzcan 170 kilómetros hasta una ladera y hagan cima en menos de dos horas para descender en una. En caso contrario, todo sería muy monótono. 

            Lo que nos llevamos en el corazón no se borra jamás. Esos momentos de sufrimiento, esos de disfrute, esos de ingenuidad y de arrepentimiento se quedan en nuestra caja personal. Con esos construimos nuestra historia, nuestra leyenda que escribimos cada mañana con la tinta de la pasión que ponemos en cada paso. Con esos nos fuimos al Veleta, nos volvimos y nos sentamos en una mesa a compartir unas patatas vascas, unas cervezas sevillanas y unas aceitunas sin procedencia. 

Con esos, y en ese preciso instante, amé el sol que me bañaba el rostro con tranquilidad y sin cesar. Había pasado tanto frío arriba que añoraba el calor de la ladera. Qué momentos aquellos. Cómo me arrepentí al día siguiente de no echarme crema. 

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