Relatos de nuestra vida: "Entre Colomares y la nada"
Placa en el Castillo de Colomares de Benalmádena (Málaga). - Fuente: Archivo personal.
“Encontrar el frescor en el calor es algo tan simple como la
dificultad que reside en resolver un enigma. Una fantasía. Cuando surcaba los
mares, entendí una de las consignas más puras y estéticas de la existencia de
nuestro pasado, presente y futuro. No era esa del calor. Sino otra: No tenemos
nada. La nada es nuestra.
Crecimos,
vivimos una época de esplendores, de vida. Qué recuerdos. Como si fuera ayer.
Nos montábamos en navíos, surcábamos los mares. Y… Éramos exploradores.
Queríamos conocer el mundo, que el mundo nos conociera. Navegar. Correr.
Sentir. Descubrir.
Y lo hicimos.
Lo hicimos con todo lo que teníamos. Es decir, sin nada.
Ayer.
Hoy de ello
no queda rastro. Quizá se pueda encontrar el frío en la soledad de una tarde
calurosa en medio del triste océano que zarandea un saco de maderas unido por
cuerdas robustas, pero deshilachadas. Como nuestros ropajes. Deshilachados.
Como nuestra
esperanza. Deshilachada.
¿Cómo iba a
olvidar aquello? ¿Cómo iba a prescindir de aquellas memorias? Dime. Después de
cinco siglos, después de tanto, de vivir en mi mente que llegué al otro lado de
nuestro mundo. ¿Cómo? ¿Cómo iba a pensar ahora que no descubrí nada? ¿Cómo?
¿Cómo sin aceptar que la nada era
mía y que yo le pertenecía?
Ni yo lo olvidaría. Ni quienes
conquistamos lo harían. Ni sus hijos. Ni sus nietos. Ni los de hora. Ni siquiera los de los que mataron para llegar al Nuevo Mundo. No olvidarían.
Nadie olvida lo que ocurrió. Porque
lo que uno hace en vida resuena eternamente.
Aunque sea nada. Aunque la gesta o
la desgracia sea nuestra”.
Terminó de leer aquellas letras. “Cinco siglos”, rezaba el
montículo. Quinientos años. Un doce de octubre. Y ya era historia. Historia contada
como un descubrimiento cuando cientos de miles de seres ya eran partícipes de
aquellas tierras. Historia planteada desde la heroicidad, desde el orgullo
pueril. Historia difundida. Bien homenajeada. A veces, bien contada.
Se volvió,
fue partícipe de aquella situación. Una estampa fija. Unos trazos de brocha
sobre
aquella pintura perfectamente alineada que servía de ayuda para sus ojos.
La claridad se había desvanecido. Casi llegaba el anochecer.
El Castillo
de Colomares, con apenas 32 años, lucía como el primer día. Como en sus
primeros pasos. Claro. Oscuro. Ostentoso. Discreto.
Repleto. Sin
nada.
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