Historias del Periodismo: ''Lugares malditos, lugares periodísticos''
Cortijo Jurado desde fuera, ya que impone menos. - Fuente: FJZD - Archivo personal.
Cuando los faros del
coche no alcanzan a ver más en la carretera es porque la oscuridad que sobre
ella reina es de una envergadura sobrehumana. Su manto baña la estampa de la
noche, del silencio, de la serenidad. Es en ese momento en el que la cordura
podría perderse cuando más relajación existe, cuando más complacencia encuentra
el ser humano consigo mismo, pero también cuando dicha oscuridad se manifiesta mediante
otras formas no conocidas por ninguno de nosotros.
Es por ello por lo que no se recomienda conducir de
noche. Mucho menos acceder a la autovía A-7, alcanzar la zona de Campanillas y
tomar una de las primeras salidas. No es para nada aconsejable, siempre y
cuando la necesidad de quien lo requiera no sea imperiosa. Por aquella zona,
los faros del vehículo no darán para más que para lo que este está
acondicionado, y, pese a que alguien le espere en la puerta, no se hará cargo
de lo que la oscura noche pueda regalarle como curioso.
Cuenta la leyenda que allá donde vivieron burgueses de
caudales económicos incalculables, allá donde la lujuria alcanzaba los niveles
de película y la vida campesina se convertía en un lujo al conseguir ser un
simple sirviente, la energía sigue presente. Los más aventurados confirman haberla
visto con sus propios ojos, haberla oído, notado, sentido. Los que no creen en
ello, en cambio, se deciden más por la opción de salvación, la de la obviedad y
el desprecio, o, mejor dicho, la de la ignorancia.
Suele suceder que cuando por esa zona pululan almas
todavía vivas, las energías que divagan por la estancia se mantienen alerta. No
escatiman. En el caso de lo vivido en aquel cortijo la noche de ese primero de
mayo del año diecinueve, no escatimaron. Se cobraron su deuda, y, quizá, la de
todos los que allí se encontraron con la muerte.
Dicen las historias más
oscuras que la vida soleada de un precioso día se torna en la muerte tormentosa
de una terrorífica noche en cuestión de segundos. El escepticismo público
siempre lleva a contrastar esos dichos, y, como no, a ponerlos en duda. Sin
embargo, la bienaventurada curiosidad del humano lo lleva a querer saber más
allá de lo que conoce, a tener una idea, aunque lejana sea, de lo que se cuece
detrás de la dimensión que observamos día a día.
Este tipo de investigaciones, de narraciones de los
hechos, no cuentan con el apoyo de las grandes entidades. Más bien, son
solitarias, apartadas de lo común, de lo comercial. Eso sí, en caso de ser
verdaderas, el cielo lo tendrá ganado su descubridor. Pero, por suerte o por
desgracia, este hito se da en muy contadas ocasiones.
Cortijo Jurado es una de ellas. Aquella vivienda,
considerada como mansión, se encuentra alejada de toda duda posible. En aquella
finca se confirma la presencia de espectros, de figuras inexplicables en
lugares de paso común, de sonidos inauditos, de momentos extraños que llevan a
considerar a sus investigadores que lo que allí dentro se puede llegar a vivir
no difiere de lo que es conocido como ‘paranormal’.
Es por ello por lo que los trabajos periodísticos jamás
han cesado de llegar. Muchos han andado a caballo entre la verdad y la mentira,
pero, como en cada aspecto que puede ser relatado, lo que se mantiene en vigor
es siempre el relato certero de los hechos.
Explicar este tipo de consideraciones a un público no
iniciado en la materia puede ser difícil, puede suponer una tarea ardua para
muchos, pero no para profesionales de la comunicación y del mundo de la
parapsicología. Jugar con el escepticismo colectivo puede dar pie a una credibilidad
total o a un cuestionamiento cuanto menos digno de ser tenido en cuenta por
quien trata de convencer mediante hechos probados o testimonios. Como puede
ser, pues, comprobado, la tarea del que cuenta la historia no es solo ardua,
sino también dependiente de terceros.
En cambio, cuando la escena que sobre el comunicador se
extiende es favorable y las condiciones más adecuadas se dan sin problema
alguno, fluye absolutamente todo. Incluso la energía que allí se encuentra. En
los instantes en los que, postrados en el patio de la casa encantada más
importante de España, las narraciones sobre rituales satánicos, apariciones
esporádicas y conversaciones con el más allá mediante psicofonías se suceden,
no queda hueco para otro fin que no sea el convencimiento.
Es entonces cuando hacer gala de la sabiduría se
convierte en el eje para el público, y la historia se torna un instrumento para
hacer llegar la realidad que allí se encuentra presente. El silencio nocturno
se apodera de la situación, y no hay obstáculo que detenga el endiablado ritmo
que toma el devenir de los acontecimientos.
Los faros de los vehículos no alcanzan a alumbrar a un
grupo que parece estar reunido como en torno a una hoguera, con un proyector
posando sobre la pared de uno de los puntos de actividad paranormal más
destacado de la Península. Las miradas de los curiosos que por allí puedan
pasear bien entradas la medianoche se postran en ese mosaico. La grabadora de
uno de los presentes va anotando con señales de ondas lo que allí está
ocurriendo, y algunos, solo por no llorar, ríen. Como si reír les fuera a
librar de estar en contacto con ellos y ellas.
A sus pies, al de los humanos, el planeta. A su merced,
al del resto, lo que queda de él. La escena sigue su transcurso, y mientras todos
deberían estar durmiendo, la grabadora, tomada por una fuerza que no proviene
de ninguna otra parte, comienza a recoger ondas que repiten, sin cesar, una y
otra vez, esas palabras.
‘‘Iros’’.
Impasible, tal vez fruto de la profesionalidad que rodea
a un experto en la materia, el que narra continúa con la grabadora en mano. El
resto observa atónito, preso del miedo, cómo lo que en un principio era
controlable, se desata.
‘‘Iros’’.
Las repeticiones se hacen constantes. Las risas, que
acallaban los temores cerebrales de los allí presentes se quiebran, dan rienda
suelta a la alteración psicológica más descabellada, aquella que es fruto de un
estado de subconsciencia del que nunca se tiene conocimiento. Fuera de sí,
fuera de lo común, así se sienten los que allí se congregan, sometidos por una
fuerza infinitamente superior a ellos, que difiere de la tradicional muestra de
presencia no humana que han podido constatar en su corta vida. ‘‘El remanente
energético’’, dice el especialista. ‘‘Ellos’’, pienso.
Solo las estrellas brillan sobre la capa negra que no da
tregua al humano. Solo ellas son testigo de lo que en aquellos instantes
acontece. ‘‘Una última frase’’, pide el que conoce la disciplina, grabadora en
mano, tomado por completo por la atmósfera que le rodea.
Claro, preciso. Escueto, simple. Directo, con furia.
Desde el alma, contesta:
‘‘Iros de aquí’’.
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