Relato número 17 - Apagué la luz


Vista de mi escritorio en período de exámenes. - Fuente: Archivo personal. 

Mi brazo se deslizó por la parte alta de aquella pared junto a mi cama. La oscuridad se apoderó de mi cuarto, aquel donde había pasado más de 6 horas dando vueltas a más y más páginas de apuntes sobre géneros, ética periodística y planos de cine. En cuestión de segundos, el panorama cambió por completo. La tranquilidad dominó la escena, haciendo gala de su inocencia reconocida por la gran mayoría de personas que la conocen al final del día.

            Miré a mi alrededor, pero no pude ver absolutamente nada. Qué extraño, tan solo había apagado la luz. Cerré los ojos, porque no quedó más remedio que asumir la terrible situación, y la desesperación se hizo dueña de mi cuerpo. Este observó el interior, sin prisa, pero acelerado. Vio miedo, asco, rabia; alegría, amor, felicidad. Vio los extremos, las dos partes, vio varias cosas que en pocas ocasiones había visto. Era obvio, pocas veces me había parado a pensar qué había en mi interior.

            Entonces, como guiado por una fuerza superior, encendí la misma luz que enciendo cada mañana para poner rumbo hacia un nuevo día, y me envolví en la esfera de la escritura, esa que te devuelve en experiencia lo que tú le das en palabras. Las letras corrieron por la pantalla como si no hubiera un mañana, como si la vida me fuera en ello o estuviera jugándome algo más que un simple sueño quebrado un miércoles más de mi vida.

            Conté todos mis secretos, mis emociones interiores, mis desgarraduras con el paso de los años, y mis sensaciones menos públicas. Escribí cosas de las que me arrepentiría, y que, con total seguridad, borraría al día siguiente. Pero ahí las dejé. Las dejé reposar, estar, madurar, las dejé vivir, las dejé sentir, respirar. Las dejé a ellas, pero no me dejé a mí.

            Continué escribiendo y escribiendo. Le conté mi día, mi primera acción de cada mañana (esa manía de colocar todo lo de mi cuarto al milímetro), mi última acción de la noche (esa costumbre de dejar caer el cojín azul al suelo sin que importe cómo caiga). Hice confidencias personales. Y también sobre aspectos que no me tocaban directamente.

            Las hice sobre las muertes en la costa que nos une al planeta. Las hice sobre las personas que, cruzando un puto mar morían arrasadas por las aguas. Ya iban miles según las últimas cifras. Los describí cómo eran, cómo vestían, cómo los medios les echaban una manta por encima para taparlos como muertos. Los retraté, los hice parte de mi ser, pero, total, de nada sirvió.

            También las hice sobre las prisas de nuestra vida, sobre aquellos malditos estúpidos que destrozan el límite de velocidad y lo multiplican por dos. Se acercan a ti, te atosigan por la espalda, y luego te adelantan en un carril de uno para seguir con su triste existencia, sin pensar en que algún día los cristales de la luna se clavarán sobre ellos y dejarán a su familia sin un ser querido. Los pinté paso a paso, con pelos y señales, pero no dio ningún resultado.

            Hablé acerca de los ricos. Sí, para contrastar con el lujo. Hablé de pagar más por algo que vale lo mismo, y de que la verdadera escoria de la sociedad eran los que lo hacían. Hablé de gastarse mil euros en una noche de hotel, miles en botellas de vino o millones en vehículos. Los hice pasar por una criba tremenda en la que solo me quedaron unos cuantos grupos de personas que se mantuvieron como honestas, pero igualmente estúpidas. ‘‘El dinero no compraba el conocimiento. Ahora, tampoco va a hacerlo’’, llegué a escribir. Como viene siendo normal, tampoco sirvió de nada.

            Finalmente, hablé de la desesperación. Hablé de rendirse, de tener miedo en el cuerpo. Me centré en esa sensación de parálisis que experimenta el ser humano ante los problemas. Pensé en todos los que me rodeaban que tenían miedo, y que, si no lo tenían, lo que tenían era pánico. Tenían pánico de no arrancar, de no hacerlo bien, de no enfrentarse a los problemas cara a cara. En esta ocasión, me percaté de que quizá lanzar algunas palabras sobre ello me había servido para algo.

            La sorpresa fue cuando terminé. Releí lo que había escrito, y no pude evitarlo. Las lágrimas cayeron por mis mejillas. Cerré el ordenador dando un puñetazo en la mesa y volví a sumirme en la maldita, triste y solitaria reflexión. No se me borraban de la cabeza las últimas frases de mi discurso. ‘‘Si tuviera que contarle a un alienígena cómo es mi planeta, le diría que dejamos morir a nuestra especie para que no nos roben el dinero, que nos suicidamos para llegar antes a los lugares, aquellos donde pagamos más por aparentar ser algo que nunca seremos. Por si fuera poco, todo ello lo vivimos, si es que realmente lo hacemos, con inseguridad, con pánico a fallar, con falta de personalidad y sin predisposición. ¿Qué cojones somos?’’, decía.

            Después de horas en la cama, mirando a un lado y a otro, aturdido por mis pensamientos, no pude alcanzar otra conclusión. Mientras yo estaba en aquel lugar, otros estarían en patera, durmiendo en un hotel de lujo, en una caja de pino o muertos de miedo. Ellos no podían apagar la luz y dejar de ver sus problemas, pero yo sí. Entonces lo vi claro. Aquello que me había mantenido despierto fue el brillo del foco de mi cuarto. Lo apagué, con rabia. Lo arranqué de la lámpara, y decidí vivir a oscuras, como se debe vivir actualmente.

            Lo hice. Apagué la luz, sí; pero no apagué mi sentimiento de culpa por seguir siendo parte de una sociedad que cada día nos acerca más a la oscuridad. Dejé de llorar por los demás, y empecé a hacerlo por mí mismo.

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