Relatos vieneses de nuestra vida: 'Un café para raros pijos pobres'
El Café Hawelka desde dentro, desde donde nos sentamos. - Fuente: FJZD (Archivo).
Un cartel deteriorado
hace honor al nombre de un lugar viejo. Las grietas,
papeles de periódicos y viejas fotos pueblan una pared destrozada. En su interior,
decenas de personas acercan una pequeña taza hacia sus labios, conversan en un
perfecto alemán, con desvío hacia el acento austriaco, y sonríen.
Coincidencia o no,
donde menos lujo hay es donde más lujo se encuentra. Esta paradoja se da en
pocos lugares del planeta, que, ideados o no para tal fin, terminaron siendo
auténticos símbolos de las altas esferas. Concretamente, el Hawelka de Viena
encontró su historia en los teóricos, en los escritores, en los famosos que lo
frecuentaron durante sus frías tardes, cuando el hielo y la nieve poblaban la
Catedral de San Esteban y el Hofburg.
Por ello, al adentrarse
en su interior la calefacción quema. El calor te envuelve en un clima distinto,
en el que las personas leen el periódico con un palo que lo sujeta. Las
fotografías de los lados muestran personalidades, dibujos antiguos, vistas panorámicas
de un plano cerrado que nuestros ojos no alcanzan a describir por completo. Recargado sería la mejor palabra para
describirlo. Las mesas se abarrotan en cuestión de segundos, y hacerse con un
sitio es como querer buscar un grano de arena blanco en una playa gaditana. Sí,
por el calor, y también por la cantidad de seres que allí se aglutinan.
Dicen que los cafés que
allí se preparan son exquisitos, y que si no lo parecen así, deberán serlo. Es
Hawelka, tienen que serlo. Sin embargo, cuando uno se postra sobre aquellas
mesas deterioradas y gira la vista hacia la maldita pared barroca, encuentra
una maldita pizarra. No hay una carta que den en las manos para que se
compruebe el precio. Este se encuentra pintado con tizas sobre fondo negro, de
manera confusa, para que ni siquiera hablando el idioma de Hitler lo
comprendas.
Mientras tanto, dos
damas, en tirantes, disfrutan de su tarde. Son las cinco y media, y ya ha
anochecido. No se puede esperar menos del centro de Europa, y menos un 22 de
diciembre. Tras ellas se encuentran dos portentosos chaquetones, obviamente, no
vaya a ser que fueran a enfrentarse al frío vienés con la única protección de
la carne humana. Poco importa esto cuando una le cuenta a la otra algo que la
hace reír a carcajadas. Bueno, eso de reír
a carcajadas de manera relativa. En Austria no se hace ruido cuando uno se
lo pasa bien, solo se tapa la boca y sonríe unos tres segundos, por miedo a que
te miren con cara extraña.
El tiempo sigue
corriendo, y el camarero llega a la mesa. El cerebro, perturbado por tal
cantidad de información en estas cuatro paredes, da vueltas. Si todo lo que
aquí está sucediendo es real, odias esto. Si es mentira, lo amas, lo disfrutas.
Para la sorpresa de todos, es mentira, es una enorme mentira. Tan brutal es la
mentira que te da incluso igual pedirte lo que te pidas. Vas a vivir una hora
de tremenda mentira.
Como el Green Tea es Té Verde aquí y en el Hawelka, uno se pide el Green Tea. Lo que no sabe es que se lo servirán en una taza con el
nombre del local, con una apariencia ciertamente curiosa. Y ardiendo a mil
grados de temperatura. Para cuando el té llega a los labios, han pasado mil
historias, una por cada grado, y se han pintado cientos de cuadros y garabatos
para sus paredes.
La mentira va cobrando
más y más forma cuando ves los dos terrones de azúcar y el vaso de agua fría
que acompaña la infusión, pero se sale de los esquemas cuando descubres que el
Hawelka abre hasta las doce de la noche. En Viena es como decir que eres un
juerguista. Lujo de juerguistas.
Cuando uno baja la
cabeza y mira el suelo, entiende el porqué de todo ello. No hay limpieza. Hay
cúmulo de historia allí mismo, hay leyenda. Si no llega a ser porque el traje
del camarero puede que sea de alguna de las firmas de la Stephansplatz, se
podría creer fácilmente que estás en medio de un bar de esquina cualquiera. De
hecho, no deja de serlo.
No se puede negar. El
Hawelka es el mejor negocio de todos. Sobre todo por su alto coste. Tres
cincuenta el té, y, por si uno se ilusiona, la
taza no está incluida, te recuerda el camarero, no vaya a ser que montes tú
uno igual en tu casa de paredes lisas y les robes la idea.
El Hawelka es así.
Después de más de cien años, sigue siéndolo. No se vende a las mentiras. No se
corrompe por el progreso. No arregla las paredes. No friega el suelo. No te
regala la taza como en los puestos callejeros, ni te brinda pequeños cuencos
con azúcar. Eso es de pijos. El
Hawelka solo quiere sabios, gente que sepa apreciar dónde se ha sentado. Gente
a la que le importe lo que por las paredes pulula. Gente no vulgar, pero
tampoco exquisita.
Uno allí se siente
raro. Justo como el Hawelka quiere que se sienta.
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